PEDRO CASTILLO

PREDO CASTILLO, PRESIDENTE DEL PERÚ

 ¿Cómo un sindicalista de provincia llegó a la Presidencia de Perú? 

En un país que quedó fuera del «giro a la izquierda» regional de los años 2000 y de los levantamientos indígenas de otros países de la región, y que hizo de la continuidad del modelo económico un dogma de fe para cualquier candidato que buscara llegar a la jefatura de Estado, las elecciones del 6 de junio pasado provocaron un terremoto político. Habrá que ver si es el anuncio de una reconciliación del país consigo mismo o el anticipo de nuevas crisis políticas.

Un sindicalista de Chota, una de las provincias más pobres del Perú, le ganó la Presidencia a la tres veces candidata, ex-congresista y heredera del partido más rico e importante de derecha. Tras el colapso sanitario y una larga crisis política que dejó tres presidentes en cuatro años, Perú ha quedado dividido en dos partes casi iguales. Una, que votó por Keiko Fujimori, predominantemente limeña, urbana y costeña, quedó en pánico luego de oír por meses que el comunismo le va a quitar todo. La otra, compuesta por votantes de bajos recursos de zonas rurales, andinas y amazónicas, eligió que Perú inicie el bicentenario de su independencia liderado por Pedro Castillo, un presidente de izquierda, maestro, rondero1, cercano al evangelismo2 y completamente ajeno a la política limeña, de quien mucho se dice, pero casi nada se sabe. 

Ninguno de los candidatos representaba el sentir de las mayorías. Ambos pasaron a segunda vuelta con votaciones menores a 20%, solamente explicables a partir del alto grado de fragmentación política. De un lado estaba Fujimori, la lideresa que promovió dos intentos de vacancia presidencial tras perder las elecciones pasadas y quien, como en anteriores ocasiones, tuvo como única consigna evitar que se tocaran las políticas neoliberales que implementara su padre, el ex-presidente hoy encarcelado Alberto Fujimori. Del otro estaba Castillo, un candidato improvisado e inconsistente, que se postuló por el partido Perú Libre, cuyo líder, el polémico Vladimir Cerrón, redactó un programa político autodefinido, sin ahorrarse adscripciones, como antiimperialista, mariateguista, socialista y marxista-leninista. Al fiel estilo de la izquierda sudamericana de los 2000, las únicas propuestas concretas de Castillo fueron el cambio constitucional y la expansión en el acceso a servicios públicos. Pese a los serios temores que provocaban ambas candidaturas, luego de la primera vuelta comenzó una pomposa pero incoherente campaña en la que Fujimori hija se autoproclamó como la única representante de la estabilidad, la democracia y hasta del capitalismo. 

Varios politólogos han dicho que esta elección pone un fin al consenso alrededor del modelo económico peruano. Dicen que buena parte de los electores puso en duda las políticas de libre empresa implementadas desde la década de 1990. Algunos hablan de un voto de protesta. Dicen que los peruanos, molestos por la ineficiencia estatal expuesta en la pandemia, buscan cambios radicales. Otro grupo dice que los «excluidos», carentes de representación política, han volcado su malestar hacia la opción más antiestablishment. La crisis no solo es política sino también, y sobre todo, dicen, institucional. 

Todo esto es real y, sin embargo, nada de ello es nuevo en la política peruana. Las preocupaciones formales de los analistas habituales no alcanzan para explicar la amplia alianza entre los líderes de derecha y centro, el sesgo mediático, las campañas publicitarias del miedo financiadas por empresarios en las provincias e incluso la militancia de presentadores e influencers limeños. En más de 20 años de democracia, el mayor consenso al que llegaron las elites urbanas en Perú es que nada debe cambiar. Ni en relación con el manejo y el rol estatal, ni con la forma de generar riqueza y redistribuirla ni, sobre todo, con quienes pueden tener acceso al poder. Junto con el pánico ciudadano a un cambio radical de modelo político o económico, esta elección develó el miedo de una clase política a que «el otro» pueda también querer comer del pastel.

Los dos Perú

Desde hace 20 años, al país se lo puede leer de dos formas. En Perú hay alternancia en el poder. ¡Es el milagro peruano! Es una de las economías que más creció, con estabilidad financiera y gran capacidad para atraer inversiones extranjeras. Es un país donde el empleo urbano aumentó y la pobreza descendió consistentemente. Al mismo tiempo, Perú es un país donde la desigualdad va en aumento, con una mayoría que trabaja en el sector informal, o en el formal pero sin derechos laborales, con servicios básicos precarios o inexistentes en varias regiones y tremendamente racista contra su población andina y amazónica. 

A Perú no se lo lee por filiación partidaria sino por ubicación geográfica. Mientras más lejos se esté del «milagro peruano», menos se cree que este sea real. Consistentemente, las zonas rurales más pobres, indígenas o campesinas, que para su supervivencia dependen más de la autoorganización que del Estado, votan en las elecciones presidenciales por opciones políticas que prometan más Estado, oportunidades y reivindicaciones socioculturales. Por su parte, las zonas costeñas, desérticas y urbanas tienden a votar por opciones más de derecha, casi siempre de la mano de los distritos más ricos de Lima. A estos dos grupos solamente los une el conservadurismo social. En el medio, una clase media frágil, sin preferencias muy definidas, juventudes apolíticas y microempresarios que, abandonados a su suerte por el Estado, se han echado a los hombros la economía local. Resignado a pagar a empresas privadas por servicios básicos de calidad mediocre, este último grupo vive aterrorizado de que una crisis política lo haga perder todo lo que a duras penas ha logrado.

La división no es casual. La clase política capitalina supo aprovechar muy bien el crecimiento macroeconómico proveniente principalmente de los altos precios de los minerales para asentar un discurso de statu quo. En Perú no hubo un giro a la izquierda como en la mayoría de los países vecinos. Tampoco reformas de peso para la mejora de servicios, como en Uruguay y Costa Rica. Mucho menos se vio el ascenso de movimientos sociales indígenas, estudiantiles o de trabajadores como en Bolivia, Ecuador, Chile y Argentina. En Perú, los políticos han dicho que para estar mejor no hay que hacer nada. La representación, las reformas y el cambio son accesorios, cuando se sabe que la inercia es rentable. Incluso los partidos con mayores recursos de derecha parecen haber perdido la ambición de hacer política de verdad. En materia ideológica y de política pública, nada distingue a un político de Acción Popular de uno de Alianza por el Progreso o Fuerza Popular. Unidos por un pacto tácito de mutua protección, a nuestros políticos les es fácil cambiar de causas y rotar entre partidos, utilizando como único recurso de diferenciación la anécdota, el impasse y una que otra denuncia en Fiscalía.

No es que la ciudadanía no esté viva. Perú es el país con el mayor número de conflictos socioambientales de la región3 y también tiene un elevado porcentaje de autoridades subnacionales revocadas por corrupción4. No obstante, sin políticos con ambiciones de representación y con una estructura mediática centralista, es difícil que un peruano de las zonas urbanas o costeñas sepa qué reclaman sus compatriotas del sur o el oriente, y menos que se armen coaliciones nacionales. No se enteran de los largos viajes de las autoridades municipales rurales a los ministerios en Lima para conseguir más maestros para sus escuelas o simplemente acceso al agua. Tampoco saben de los reclamos ciudadanos por obras sobrevaloradas o malversación de presupuestos. Un peruano de las zonas urbanas no sabe nada hasta que la televisión le muestra un paro regional, una carretera bloqueada o un grupo de «radicales» dibujados como amenazas a la estabilidad nacional. Perú ha crecido en reservas económicas y capacidad de gasto, pero adolece de empatía. Sigue sin poder cuestionarse la raíz de sus problemas porque lo han asustado diciéndole que lo que ese «otro peruano» quiere es arrebatarle todo lo que él ha logrado.

La prensa, ¿espejo del país?

Con un país escindido, las elecciones se convierten en el único momento en que todos valen igual; pero ¿se puede ser ejercer la democracia en un país que no se conoce a sí mismo? El imaginario de nación del que hablaba Benedict Anderson está principalmente representado por lo que los ciudadanos de hoy alcanzamos a ver en los medios de comunicación masivos. El problema es que en Perú la prensa ha elegido ser un jugador, más que un narrador de la realidad. Desde la primera vuelta del 11 de abril pasado, los medios hicieron una cobertura tendenciosa de las preferencias electorales, siempre dando más luz a las nueve versiones de la derecha que participaron de la contienda. De un total de 603 entrevistas en campaña, Alberto Beingolea, del Partido Popular Cristiano (conservador), que hace ya décadas no tiene nada de «popular», fue entrevistado 121 veces, mientras que Pedro Castillo solamente 175. El primero no llegó a 2% de los votos y el segundo ocupa hoy la silla de Pizarro. 

Todo fue cuesta abajo durante el balotaje. Si ya era una campaña rica en miedos y pobre en propuestas, los medios la empobrecieron todavía más intercambiando la investigación por el proselitismo. Durante semanas, hubo numerosas tapas en los diarios nacionales contra Castillo y ninguna contra su contrincante6. En las provincias, las noticias anunciaban la llegada de una suerte de mezcla entre comunismo y madurismo encarnada en cholos que, envalentonados, se apresuraban a invadir las casas de la «gente de bien». En televisión, constantemente se desafiaban las leyes de medios que norman neutralidad e imparcialidad. Los conductores de los programas juveniles más vistos aireaban la bandera nacional y repetían los lemas de campaña de Fujimori meneando sus rubios y musculosos cuerpos, al tiempo que sostenían las botellas de jugo que les tocaba promocionar en el siguiente bloque. 

Casi todos los medios de prensa emitieron comunicados explicando que los dueños tenían derecho a establecer una línea editorial. En retrospectiva, los mensajes parecían amenazas. Luego de que tanto las encuestadoras como el conteo de la autoridad nacional indicaran que Castillo había ganado, los medios iniciaron una campaña de negación y desinformación. El ya viejo deporte del terruqueo –acusaciones de terrorismo para descalificar a los adversarios políticos– fue pan de cada día contra quienes reconocían los resultados electorales. Todos los reflectores iban hacia los ex-militares, líderes de ultraderecha y hasta hispanistas que repetían a coro que, de ganar Castillo, se alzarían en armas para «defender la democracia y la paz». A varios políticos les era más fácil argumentar en televisión que la Organización de Estados Americanos (oea) y Joe Biden habían sido cómplices y compinches de un supuesto fraude que reconocer que el candidato chotano había vencido en las urnas. Incluso los periodistas que cuestionaron esta versión tuvieron que abandonar sus puestos.

Así se pospuso la definición de los resultados del conteo final y, mucho peor aún, se arrojó sombra sobre el ideal de que el poder en América Latina se gana únicamente mediante los votos. Si ya las posibilidades de gobernabilidad de los presidentes peruanos estaban socavadas por el uso de las vacancias presidenciales como amenaza cotidiana, la deslegitimación de los resultados electorales abre una segunda caja de Pandora en la región, por la cual los perdedores se ven habilitados por otros poderes para no aceptar su derrota. 

Una clase política que ya no representa a nadie, de la mano de una parte de la elite limeña con aires coloniales que emplea los legítimos miedos de un país altamente incomunicado y dividido para decir una vez más que el otro, el que vota distinto, es el enemigo. La democracia, hasta que me convenga: esta parece ser la consigna en el Perú del bicentenario.

DISCURSO DE PEDRO CASTILLO COMO PRESIDENTE DEL PERÚ


VIDEO EVIDENMCIA RESOLVIENDO EL EXAMEN TIC


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